¿Por Qué Dios No Contesta mis Oraciones? - Dr. Pablo Polischuk


En estos tiempos de pandemia y confinamiento, hemos apelado a la oración como un recurso en busca de salud, liberación y bienestar, confiando en las respuestas de Dios a nuestras peticiones, ruegos y súplicas. Recurrimos a las Escrituras y nos aferramos del hecho que Jesucristo nos ha dado su palabra, “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mateo 7:7-8), acompañada de una promesa, “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre Él os lo dará” (Juan 14:13). El apóstol Pedro nos insta: “Echad toda ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros” (1Pedro 5:7).

Sin embargo, pareciera ser que muchas de nuestras peticiones no han sido contestadas en una manera contundente y positiva. Durante los últimos meses, pastores y terapeutas han registrado las quejas de muchas personas quienes han expresado sus angustias y frustraciones: “¿Por qué Dios no nos saca de esta crisis? ¿Si Dios es bueno y todopoderoso, por qué permite el mal que me acosa e ignora mi sufrimiento? ¿Cómo puedo orar con más efectividad y ser escuchado? ¿De qué manera puedo captar su atención para que me conteste y me dé una respuesta positiva? El problema con estas preguntas –relacionadas a la experiencia y sensación de no tener respuestas favorables por parte de Dios a nuestros ruegos y peticiones– es que asumimos que nosotros tenemos el derecho innato, intrínseco e inherente de pedir, afirmado por Jesucristo, y que Dios tiene la obligación de servirnos, dándonos los deseos de nuestro corazón, y respondiendo afirmativamente a todas las demandas espontáneas que surgen de nuestra parte.
Una cuestión hermenéutica esencial en nuestra interpretación, tanto de la realidad que nos impacta como la interpretación de las Escrituras, es que tomamos las promesas de Jesucristo fuera de su contexto, basados en premisas idiosincráticas que responden a los derechos humanos enunciados y a la necesidad humana de ser provistos de salud y bienestar. Centrados en nosotros mismos y en nuestros problemas, pensamos que la única alternativa existente bajo el sol es que Dios tiene que responder, y que debe responder a nuestras oraciones de una manera que quepa en nuestros planes y cumpla nuestros deseos. De esta manera, usamos a Dios como objeto transicional de ayuda en lugar de estar sujetos a su voluntad y designio, ignorando un factor primordial: entender, aceptar y respetar su tiempo y su manera de responder al ser humano.
La sabiduría colectiva amalgamada de veinte siglos de interpretaciones de la Palabra de Dios por los pensadores cristianos nos permite considerar tres posibilidades pertinentes a las respuestas de Dios a nuestras oraciones: Dios siempre responde y lo hace en acuerdo a su soberanía y omnisciencia eterna: a veces dice que sí, otras veces dice que no, y, por último, pareciera decir que esperemos en lugar de suplir una respuesta afirmativa de inmediato. Ampliando nuestro entendimiento, consideramos la premisa mayor que postula que Dios siempre contesta nuestras oraciones si éstas están alineadas con su propósito y voluntad en arrastre con su intención de formar nuestras vidas a la semejanza de Jesucristo (Rom 8:28-30). Cuando nuestras oraciones parecieran no tener respuesta, debemos asesorar y cerciorarnos de la presencia de los siguientes factores, encauzados en las siguientes preguntas:
1. ¿Estamos persuadidos y seguros de estar/permanecer anclados (asegurados, basados, definidos) en Él, y de que su Palabra permanece (mora, inter-penetra, regula) en nosotros (regula, dirige, encauza nuestros pensamientos, sentimientos, motivaciones, voluntad)? Porque el Señora ha dicho, “Si permanecéis en mí, y mi palabra permanece en vosotros, pedid lo que queráis, y os será hecho” (Juan 15:7). Tal arrastre mutuo, tan interpenetración interpersonal no es algo efímero, casual o trivial. Demanda una comunión extática, pericorética, algo así como una unión ontológica de intenciones, una fusión interpersonal sin pérdida de diferenciación humana-divina. De tal manera que, en arrastre y en sintonía con su Espíritu Santo, nuestras oraciones son adecuadamente definidas, alineadas y expresadas, y pueden recibir una respuesta afirmativa porque no ofenden ni traspasan los límites del respeto, la aceptación y la sumisión a la voluntad soberana de Dios y del ejercicio de la mente de Cristo en nosotros.
2. ¿Nos acercamos al trono de la gracia de Dios, al asiento de su misericordia en certidumbre de fe, purificados nuestros corazones de mala conciencia? (Hebreos 4:16). ¿Lo hacemos con humildad, basados en el sacrificio de Cristo por nosotros, en obediencia, confiando que Él es justo, fiel, bueno, y que responde de acuerdo a su beneplácito? La incredulidad, las dudas y el doble-ánimo son impedimentos a nuestras oraciones, por lo tanto, no captamos las respuestas proporcionadas al no estar cerciorados de la avenida interactiva entre nuestras peticiones y el proveedor de las respuestas. Santiago nos insta a pedir de esta manera: “Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Santiago 1:6-7).
3. ¿Habrá pecados no confesados que obstaculicen nuestro acceso a Dios? Aunque afirmamos que Dios justifica al impío que cree en Él, el impío que llega a ser un creyente justificado debe eliminar las barreras del pecado que pudiesen alejarlo de la comunión y el diálogo asiduo con Dios. La desobediencia a su voluntad, la rebeldía contra sus mandatos, las actitudes y motivaciones equivocadas, la arrogancia, la amargura, el no perdonar las ofensas de otros, entre otros factores, representan barreras a nuestras oraciones. Según Isaías, “…vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros Su rostro para no oír” (Isaías 59:2). David, en su experiencia propia, recalca que Dios está lejos de aquellos que tratan de esconder su pecado de Dios: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Salmos 66:18).
4. ¿Nos acercamos a Dios animados con motivos adecuados? Las oraciones basadas en motivaciones centradas en sí mismo (egocentrismo), aún vertidas como un torrente sincero de peticiones y demandas tal vez puedan errar al blanco propuesto por Dios, o pudieran ser mal dirigidas (Sant 4:3). Aún cuando las demandas de intervención divina son hechas a favor de otras personas, tales oraciones pueden ignorar el hecho que Dios tiene un propósito particular designado para sus vidas. Además, no teniendo todas las circunstancias en mente, ni todos los factores asociados que intervienen en la problemática del prójimo por quien rogamos, no nos permite tener un discernimiento cabal ni una vislumbre adecuada que provea un contexto óptimo para interceder con entendimiento. “Esta es la confianza que tenemos al acercarnos a Dios: que, si pedimos conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Juan 5:14).
5. ¿Hemos renovado nuestro entendimiento de tal manera que pensamos, razonamos, atribuimos significado y consideramos el hecho que Dios no es un dispensador automático de respuestas convenientes, sino el Señor absoluto y soberano de nuestras vidas, cuya sabiduría inescrutable y consejo eterno sobrepasa los límites precarios de nuestro escrutinio humano? (Rom 11:33-35) Tal vez no captamos adecuadamente sus respuestas y las malinterpretamos porque no se conforman a nuestros deseos o voluntad.
6. ¿Estamos conscientes de la naturaleza de nuestras peticiones, súplicas, o ruegos? Tal vez, nuestras oraciones enfocan sobre aspectos temporales, concretos, materiales, sin vislumbrar otras esferas de la realidad que permea al reino de Dios. Tal vez acudimos a Dios solo en situaciones críticas, de emergencia, enfocados en nuestra seguridad y sobrevivencia personal, juzgando que las cosas negativas que nos suceden son contraproducentes y destructivas de nuestro ser. Tal vez, aunque confesamos que “todas las cosas ayudan a bien”, no somos capaces de ver la mano de Dios actuando detrás de las circunstancias, y que su propósito es formarnos a la semejanza de Jesucristo precisamente “a través de todas las cosas” que nos suceden. Dios responde en acuerdo a su designio eterno y omnisciente, con un propósito trascendental que va más allá de nuestras perspectivas humanas naturales. Dios sabe mejor, y a veces su respuesta es “no” o “espera”.
7. ¿Podemos reconocer el silencio de Dios como una respuesta adecuada y aceptarla en fe, confiando en su voluntad? El valor escondido, velado o transcendental del silencio como respuesta a nuestras oraciones estriba en el hecho que, al confiar a pesar de no recibir una respuesta contundente y libertadora de las circunstancias adversas, al atravesar “la noche oscura del alma”, no solo confiamos en las promesas dadas por Dios sino que damos un salto de fe mayor: confiamos en el Dios que da las promesas (como en el caso de Abraham, al que se le pidió que obedezca al mandato de sacrificar a su Hijo, algo que iba contra las mismas promesas dadas por Dios); al sobrellevar las pruebas, los sufrimientos, o las peripecias negativas que evocan ansiedad, estrés o depresión, desarrollamos paciencia, longanimidad, fortaleza de carácter y resiliencia. (Sant 1:2-4; Rom 5:3-5; 1 Pedro 4:19). El Dios soberano permanece en control de las circunstancias; sin embargo, puede usar el silencio para responder a la oración (el mismo Dios quien prorrumpió con su voz potente y afirmativa en el Jordán, respondió con su silencio a su Hijo en Getsemaní; el mismo Dios quien afirmó al apóstol Pablo en su desánimo, permaneció en silencio cuando el apóstol le rogó que le quite el sufrir su aguijón en la carne; finalmente, su respuesta fue, “bástate mi gracia”. El silencio es parte de la música; solo que significa que en vez que el músico toque notas fuertes, debe respetar el símbolo que aparece en la partitura y no ejecutar sino permanecer silencioso hasta que las notas adecuadas aparezcan en la partitura.
Durante este tiempo de crisis mundial prolongada, los creyentes nos damos a la oración, pidiendo por nuestra seguridad, nuestra salud y la seguridad de nuestros seres queridos, nuestra liberación del mal, y nuestro esparcimiento más allá del confinamiento obligatorio y el distanciamiento social. Debemos encomiarnos a orar, a verter estas peticiones teniendo en mente las consideraciones expuestas en este artículo. Además, debemos reconocer y definir la oración como un diálogo interpersonal asimétrico, humano-divino, en el cual la adoración, la alabanza, el reconocimiento, la gratitud, y el rendimiento de nuestro ser al señorío de Dios anteceden a las peticiones, los ruegos o las súplicas.
Recordemos que en las Escrituras se registra el hecho que los primeros discípulos vivían en un entorno subyugado, entre un pueblo gobernado por un imperio no tan empático a sus creencias o costumbres. Sin embargo, Jesucristo les enseñó a orar a sus discípulos (lo que hoy conocemos como el Padrenuestro) teniendo en mente primeramente la realidad trascendental, definida por y bajo el Reino de Dios que sobrepasa a los imperios humanos vigentes. La estructura y función de la oración de Jesucristo es paradigmática y necesita ser el marco de referencia a todas nuestras oraciones. El Padrenuestro comienza con una doxología y el deseo de establecer el Reino de Dios venidero. Luego, la cláusula siguiente es una declaración “Sea hecha tu voluntad (no la mía, no la nuestra), como en los cielos, así también en la tierra”, antes de entrar a las peticiones referentes a las necesidades diarias, a la restitución de las relaciones interpersonales, y al resguardo de las tentaciones y del maligno. Como epílogo a tal oración, la iglesia de los primeros siglos afirmó tal enseñanza agregando el toque final de un enfoque descentrado y acertado: “Porque tuyo es el Reino (presente y futuro), el poder, y la gloria, por siempre. Amén”.
En las Escrituras, se nos exhorta a orar sin cesar (1 Tes 5:17), sin necesariamente esperar que las respuestas sean afirmativas; se nos insta a prevalecer en oración, a permanecer en fe y confianza afrontando las circunstancias adversas, esperando en Dios, respetando su tiempo y sus respuestas, y ser obedientes a su voluntad (1 Juan 5:14). Se nos anima a hacer peticiones, súplicas y ruegos, porque tales conductas reflejan nuestra dependencia de Dios. Sepamos que, si tales ejercicios entran en arrastre y se alinean con la voluntad de Dios, tales oraciones representan diálogos interpersonales asiduos y constantes que denotan una comunión íntima y existencial con Dios. El Señor es considerado no solo un objeto de ayuda funcional o dispensador de respuestas contundentes sino un sujeto divino en relación interpersonal cuyo amor y poder cubren y protege a su criatura, aquí y ahora. Si bien las peticiones, las súplicas y los ruegos que expresan nuestras necesidades apremiantes son elementos esenciales evocados en nuestras oraciones, el anhelo de recibir respuestas afirmativas debe ir acompañado y enmarcado en un contexto apropiado, descentrado, que incluye un preámbulo doxológico y un epílogo trascendental definido dentro del designio eterno de las voluntad de Dios.

©Ftiba

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